LA HISTORIA DEL ASNO Y EL BUEY
LA HISTORIA DEL ASNO Y EL BUEY
O EL CUENTO DE LOS BUENOS Y LOS MALOS CONSEJOS
© Jordi Sierra i Fabra 2005
(versión libre de un cuento de “Las Mil y Una Noches”)
En una humilde granja propiedad de un labrador, su mujer y sus hijos compartían el establo un asno y un buey. Al asno lo utilizaba el labrador para subirse
a su grupa cuando se desplazaba hacia el cercano pueblo, pero al buey le hacían trabajar duramente de sol a sol. Cada noche, mientras el buey caía derrengado
por el duro esfuerzo, el asno se mostraba tan feliz como ocioso, lleno de energía y buen humor.
Una noche, el buey le dijo al asno:
—Me asombra lo mal repartida que está la vida. Fíjate en ti. El amo te cuida, te da la mejor cebada para comer y el agua más pura para beber. Tu único
trabajo consiste en llevarlo al pueblo, y eso no es ni mucho menos a diario, sino de tanto en tanto. No puedo por menos que mirarte con envidia por lo
mucho que descansas y lo poco que trabajas. En cambio yo… —el buey movió la cabeza lastimeramente—, soy el más desgraciado de los animales. Me atan a una
carreta, me hacen arar la tierra, cargan sobre mí los pesos más brutales, y esto cada día, sin faltar uno, para luego, al llegar la noche, darme unas pocas
habas secas y permitirme descansar apenas unas horas.
El asno no miró precisamente con ojos de pena al buey, muy al contrario, se echó a reír.
—Con razón los de tu especie tenéis fama de tontos —repuso—, pues en efecto dais la vida por nada, en beneficio de los amos, sin sacar el menor provecho
de vuestras facultades.
—¿Qué facultades? —preguntó el buey sorprendido.
—Mañana, cuando vayan a atarte al arado, da unas buenas cornadas a derecha e izquierda sin dejar de mugir con furia. No contento con esto, después tírate
al suelo, y ya no te muevas de allí pase lo que pase. Verás como no te hacen trabajar, temerosos de ti.
Quedó pensativo el buey durante un buen rato hasta que le venció el sueño. Pero al amanecer, cuando fueron a buscarle como cada mañana el labrador y sus
hijos para iniciar su dura jornada laboral, decidió poner en práctica el consejo de su compañero el asno. En el instante en que iban a colgarle los aperos
de labranza se agitó como una furia, mugió enloquecidamente y movió la cabeza de lado a lado, de forma harto peligrosa para ellos, pues su cornamenta amenazaba
con malherirles si se aproximaban demasiado.
Viendo el labrador que era imposible obligar al buey a cumplir con sus obligaciones ordenó:
—Dejad al buey, porque a buen seguro está enfermo, e id a por el asno para que haga su trabajo.
Cuál no sería la desagradable sorpresa del asno cuando los hijos del labrador lo sacaron al campo, le colocaron las bridas y, dándole un latigazo para
que se pusiera en marcha, le obligaron a trabajar a lo largo de todo el día. No contentos con ello, al anochecer también lo ataron a la carreta y le hicieron
transportar un sinfín de productos de lado a lado. Y todo ello con una generosa ración de latigazos propinados cada vez que se detenía o mostraba signos
de debilidad.
Al llegar la noche, el asno no se tenía en pie.
Para más burla, al ser conducido al establo se encontró al buey tumbado tan ricamente sobre la paja, feliz, risueño y descansado, bien comido y bebido.
—Gracias, amigo —le dijo con sinceridad el buey—. Das los mejores consejos del mundo.
El asno ni le respondió. Sabía que la culpa de todo era suya.
Fue la peor noche de su vida, tuvo pesadillas, y al día siguiente, para su desgracia, todo se repitió punto por punto: el buey se negó a trabajar, y en
su lugar tuvo que hacerlo él.
Agotado, apaleado, medio muerto, sabiendo que no resistiría muchos días más, porque para algo era un simple asno y no tenía la fortaleza del buey, al llegar
la noche el animal tuvo la idea más luminosa de toda su vida.
A poco de llegar al establo se dirigió al buey y le dijo:
—Venía a despedirme de ti.
—¿Por qué? ¿Acaso te vas? —le preguntó el buey.
—No —dijo el asno—, pero he oído al amo decir que como ya no le eres útil, va a matarte para al menos disfrutar de tu carne.
Quedó aterrado el buey, sin pegar ojo toda la noche, y a la mañana siguiente, antes incluso de que amaneciera, estaba ya en la puerta del establo esperando
al labrador y a sus hijos para demostrarles que por fin se encontraba bien y dispuesto a trabajar como siempre.
Como así fue.
Aquel día, el asno, viendo como a lo lejos el feliz buey tiraba del arado, comprendió que a veces es mejor tener la boca cerrada y no parecer más listo
de lo que conviene.
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